Por Valentina Viettro // Ilustración: Hermes Méndez.
Ocho son los artistas que forman un círculo, sus brazos sellan la conexión que sus cantos extienden. Comienzan a girar, en sus voces viajan acentos, sus talentos vienen de todos los rincones del mundo, su mirada se fija en el otro, alzan el volumen sus gargantas. Son ocho, parecen cien, los gritos hacen temblar la sala, de repente corren, agarrados de una cuerda tiran con todas sus fuerzas, esas que tenían guardada desde hace meses, el telón se abre y un aviador sentado en una hamaca de plaza levanta vuelo, la hélice de un ventilador gira en su mano derecha e invita a recorrer el cielo. Ha comenzado la función.
Una nariz gigante se arrastra por el suelo, la luz la enfoca, los pies de una marionetista la acercan al público y ella, Narineli, se mezcla entre la gente buscando un olor. ¿Adónde se fueron los olores perdidos? Narineli lucha para guardar en vida los aromas que nos diferencian, los que nos dan placer, los que nos alertan o desagradan. Hunde su cuerpo nariz en el pelo de los espectadores, la magia se sucede. Narineli reconoce sus perfumes, desodorantes, cremas, comidas y sudores. Todo la nutre, extasiada de experiencia cae y sobre la escena se produce lo inesperado, aromas y sabores poseen a la nariz del mundo y se funden en un orgasmo alquímico que no para de gozar. El público se sonroja, ríe y aplaude mientras Narineli se desparrama, las piernas abiertas y la ñata cansada de tanto respirar.
El aviador despide a Narineli, una banda suena en el corte y anuncia el siguiente espectáculo. La lluvia que hasta entonces nublaba la semana se abre y la noche se planta, el cielo acompaña a los artistas cubriéndolos de estrellas. En el medio del campo un cabaret emerge, marionetistas, bufones, bailarines, performers, cuentistas, zanqueros, payasas y músicos se organizan para luchar. La revolución es un escenario rompiendo las leyes en un mundo donde el arte ensancha la lista de acciones delictivas.
En cada corte la armónica se alinea con el acordeón sobresaliendo a base de tradición folclórica y ritmos balcánicos y romaníes. Goran Bregovic mueve los cuerpos desde las montañas de Serbia hasta los suburbios de América Latina, cierra y anuncia la salida y llegada de un nuevx artista sobre la escena.
Las luces se apagan, el público grita incapaz de aceptar el silencio. El sonido de un banjo los convoca, los pies siguen el camino de las notas y de a poco se acomodan alrededor de una fogata. Las llamas calientan, una flauta traversa hipnotiza, la pandereta vibra, dos son las guitarras que componen la banda y una la mano que mueve las maracas marcando el tiempo de la improvisación. La jam comienza, la voz de una mujer acaricia los oídos. Las piernas que antes tocaban el suelo cuelgan en el aire, Sona Jobarteh se une a Laura Marling llenando la noche de notas y esperanza. Los cuerpos se enlazan, antes de preguntarse sus nombres lxs Voladores ya se confunden sin saber a quién pertenece la mano que ofrece calor. En el aire, las gentes se vuelven llamas, la orquesta brilla y las almas como globos de helio la acompañan.
Del otro lado, más cerca de los galpones donde en la semana cuelgan los cueros de animales sacrificados, una banda se enchufa e impone el ritmo de los recitales perdidos. El piso se abre y de la tierra surgen los Nuevos. Público ávido, respetuoso y animado atento a la escucha, ansioso de vida. Suena Spanish bombs, los saltos se transforman en pogo y el polvo se levanta transformando la carne en tierra, el bombo en ventarrón.
La mañana llega y los bajos de mezclas electrónicas subsisten al sol, lunes dice el calendario, Nuevos y Voladores se saludan perdiéndose en el horizonte. Sobre los caminos llegan tractores que sorprendidos encuentran los vestigios de una fiesta aún que aún late entre las plantaciones de trigo, los galpones de faena y almacén.