El sonido de mi infancia – Papina de Palma

Por Papina de Palma.

Camino a las canciones

Una vez me preguntaron por el sonido de mi infancia. Pensé en el apartamento de la calle Centenario donde vivió mi abuela Blanquita. La sala de estar luminosa. El olor a comida recién hecha mezclado con el de un trapo que estuvo mojado demasiadas horas. Un frutero metálico en dos niveles. El sillón. La tarde, y de nuevo la luz de la ventana alumbrando el parqué lustrado que se transformaba en pista de baile cuando Abu ponía, sin aviso y a todo volumen, un disco de Tchaikovsky que inundaba el espacio con El lago de los cisnes. Entonces yo era todas las bailarinas. Todas las instrumentistas. Y siempre llegaba un momento en el que, desde la cocina, me gritaba: “¡acá! ¡la traición!”, y la niña que fui mutaba en mujer, y en cisne, y la pena de Odette me dejaba hecha un ovillo en el pasillo oscuro que, lejos de la luz de la ventana, era el escenario perfecto para acompañar aquel primer encuentro con el desencanto romántico. Abu también tocaba el piano. Cuando era más grande trató de enseñarme pero yo siempre fui una alumna impaciente, y aprender música demanda tiempo y fe en que, si una persevera, esos ejercicios irritantes y aburridos se van a transformar en arte.

Otro recuerdo musical de mi infancia es de un viaje en ómnibus con mi mamá. Yo ya tenía túnica blanca, estoy segura, así que debía tener, por lo menos, 6 o 7 años. Después de que nos sentamos en los asientos del fondo (que siguen siendo mis favoritos) sacó un cuadradito envuelto de su cartera que contenía un disco de Enrique Iglesias. Estábamos muy fanatizadas con esa canción que dice “porque tú, tú eres solo para mí, una mirada y ya caí, enamorado por primera vez…” . La debemos haber escuchado 300 mil veces. Mi mamá no es muy musiquera pero cuando encuentra una canción que le gusta, la loopea hasta que no la puede escuchar más. Fue por esa época que me probé para entrar al coro del colegio, que dirigía Carmen Pi y que varios años más tarde se transformaría en Coralinas. Carmen era todo lo que yo quería ser. Su voz, sus lentes, su pelo ondulado suelto y su estilo particular para vestirse me llamaban profundamente la atención. El día que por fin supe que había sido seleccionada para integrar el coro, la sonrisa con la que llegué a mi casa me delató y mi mamá adivinó enseguida mi triunfo. Los días anteriores habían estado cargados de expectativa.

En mi entorno familiar, a no ser por excepciones puntuales como las visitas a mi abuela Blanquita, la temporada del amor por Enrique Iglesias, o la compra del disco de la banda sonora de “La misión” (de Ennio Morricone, me acuerdo perfecto), la música no era un elemento demasiado presente (mi papá no coincide pero mi recuerdo es así), y creo que es por eso que siempre sentí admiración por esa gente que parece saberse todas las canciones del mundo de memoria. La primera vez que me impactó la melomanía de una persona fue en unas Colegiadas (1) . Estábamos en una cacería, cerca del Parque Rodó. Éramos como 15 preadolescentes en cuclillas y el animador tenía una radio casetera en las manos. El juego era adivinar cómo se llamaban y quién interpretaba los pedacitos diminutos de canciones que nos iban mostrando. “Acá perdí” pensé. Vi un par de caras preocupadas. El animador puso play.

No pasaron ni dos segundos. La muestra ni siquiera había terminado cuando la voz de la que después se transformaría en mi mejor amiga se escuchó. “Love me do, de Los Beatles”, dijo Magui. Correcto. Habrán pasado 20 canciones. Todas correctas, todas Magui. Era imbatible, las conocía todas, y después entendí por qué. No sé si fue ese mismo año, o el siguiente, pero nos empezamos a hacer muy amigas. Empecé a ir a su casa muy seguido, y conocí a su mamá, Susan, y a Fran y a Sofi, sus hermanas. Hay algo que nunca faltaba en su casa que les agradezco hondo y para siempre: la música. Siempre había algo sonando. Con ellas escuché por primera vez a Bob Dylan. Bueno, capaz que no por primera vez, pero igual sí, hablo de escuchar de verdad, intrigada y atenta. Todos los discos de Los Beatles. Pasaban los Bee Gees, Joni Mitchell, Janis Joplin, Jonny Cash, Rada, Mateo… No podría enumerar las canciones que escuché por primera vez en el living de la casa de Magui. Esos discos me dieron ganas de ser música. Sofi y Fran son murguistas, y fue con ellas mi primer acercamiento al género que después amé. Susan, su mamá, sabe un montón de historia de la música además de ser una cantante asombrosa. Una vez Magui le pidió que cantara para mí y entonces ella soltó una melodía hermosa que acompañaba una poesía tradicional inglesa (2) , y aunque yo no entendía casi ninguna palabra, pensaba que estaba de acuerdo con todo. Con Magui compartimos la música hasta el día de hoy, de mil maneras, desde cantar juntas en Coralinas hasta pelearnos con el DJ de un baile que se negaba a ponernos una canción de Led Zeppelin, y yo le agradezco (a Magui, no al DJ intransigente), y también a mi mamá, a Susan, a Carmen, a Sofi, a Fran, a mi abuela Blanquita y a todas las personas que, casi siempre sin saber, me fueron arrimando al camino de las canciones.


1. Fiesta que duraba varios días, con competiciones amistosas, que se organizaba cada 4 años en el San Juan Bautista, colegio al que fui.

2. The Lady of Shalott, de Loreena McKennitt (la poesía es de Alfred Tennyson).

Archivo: Papina De Palma.