Por Gabriel Plaza // Fotografías: Gentileza Prensa Música de la Tierra.
Al fondo se está terminando de cocinar una paella. En el centro de una mesa larga para más de treinta personas, Juan Falú guitarra en mano observa si todos tienen sus vasos de vino y gira su mirada cuando aparece por la puerta del local el brasileño Lenine, que hace una hora estaba arriba del escenario ofreciendo una cátedra musical de swing, energía, ductilidad musical y conexión con el público de Montevido que lo recibió a sala llena en el Teatro Solís. “Ahora sí llegó el poder del Mercosur”, dice con su clásico humor tucumano.
A su lado, Falú tiene a su escudero de guitarreadas Juan Quintero, otro tucumano. Enfrente, los músicos argentinos Marcelo Moguilevsky y Luis Pescetti, que está rodeado por la cantante colombiana Marta Gómez y el crédito uruguayo Melaní Luraschi. En un costado de la barra, observando de reojo Daniel Maza y Fabián Miodownik del Trío Oriental. Recién se acaba de escapar la española Silvia Perez Cruz, que viene de gira con Falú y sabe que la noche no terminará temprano.
Es verdad, la noche será larga. Habrá desde zambas, chacareras, bossa nova y hasta una buena tanda de boleros. Hasta Lenine participará fugazmente de la guitarreada cuando se pone a tararear un choro de Pixinguinha que Falú, que vivió su exilio político en San Pablo, le toca fraternalmente como si fuera el anfitrión de la noche. En realidad, todos están aquí por una sola razón, la 14ª edición del Festival Música de la Tierra.
“No se entusiasmen que mañana sigue”, advierte alguien de la producción. Los mozos parecen resignados. Hay un ambiente de celebración. Tener a todos esos artistas alrededor de una mesa parece el resultado de la siembra de todos estos años de un festival que fue creciendo, cambiando, y que encontró en la sede del Teatro Solís, una experiencia más urbana –a diferencia de anteriores ediciones en predios abiertos–, que sintonizó muy bien con esta propuesta de calidad musical.
El Solís fue el mejor ámbito que pudo tener una edición despegada en términos artísticos. “Después de esto no sé como lo superaremos”, bromeaba alguien de la organización, tras el increíble concierto de Lenine, que tenía a los integrantes del Trío Ventana, los hermanos Nicolás y Martín Ibarburu y Hernán Peyrou, en la platea aplaudiendo como tres fans. Y, todavía faltaba, el recital de Silvia Pérez Cruz y Juan Falú, que también se presentaría frente un aforo lleno, para escuchar las canciones del disco Lentamente.
El festival encontró no solo su nicho de público, sino también una propuesta que se defiende sola artísticamente y que es una rara avis dentro del panorama de los festivales con un sonido latinoamericano. De la investigación creativa sobre la figura de Nenette, compositora y mujer de Atahualpa Yupanqui, a cargo de Melaní Luraschi, a la conversación instrumental de la dupla Falú-Moguilevsky, que crean un diálogo familiar entre la guitarra y toda una familia de instrumentos de viento en zambas como “Las golondrinas”, o la chaya “Algarrobo, algarrobal”. O del trabajo intimista de música y poesía de la dupla de Pescetti y Juan Quintero, a la conmoción que producen todas esas voces femeninas del grupo Panambí, dirigido por Cecilia de los Santos, o el agite del baile que provoca La Ventolera, un ensamble de tambores y sesión de metales, que invocó el espíritu de las llamadas de candombe.
En una de las paredes de la sala del Teatro Solís hay una frase que dice: “Esto no es solo para los montevideanos, sino para todo el continente”. Parte de eso se cumplió en esta edición del festival. En la grilla del festival Música de la Tierra hay representantes de la música del Uruguay, pero también del Brasil, Colombia, Argentina y España.
El ámbito de un espacio oficial y toda su infraestructura vino muy bien para servir de paraguas cuando el domingo el clima se puso más inestable y los espacios del complejo de salas, le dieron refugio al mercado de creadores locales, sustentables y con productos identitarios, los espacios gastronómicos, los talleres de composición musical, diseño, reciclaje de materiales, presentaciones de libros y charlas.
Además de la música, toda esa programación de actividades paralelas forma parte del otro pulmón del festival, que aporta un mensaje sensible y sustentable sobre como revincularse con el entorno natural y urbano. Una manera de repensar el ecosistema social con creatividad. Los pasillos de la feria son puntos de encuentro y los talleres sirven para reflexionar sobre lo que sucede en el siglo XXI, la forma de consumo que no da tregua al planeta tierra, y cuáles son las alternativas posibles y el uso consciente de los recursos.
Son temas grandes que el festival pone sobre la mesa en sus últimas ediciones. Pero, también, es un espacio, un refugio, para todo aquello que tiene otro impacto cotidiano, incluso imperceptible, como esos encuentros y cruces musicales fuera de programa que refuerzan los vínculos humanos y generan un puente real entre las personas de Montevideo y el resto de América Latina.
Es de medianoche cuando el guitarrista Juan Falú y el cantante Lenine de Pernambuco, se encuentran a miles de kilómetros de distancia de sus hogares natales en una taberna de Montevideo y, por un rato, todas esas cosas que los diferencian –el lenguaje, las costumbres, la crianza, la música que cada uno hace–, quedan en un segundo plano.
El tucumano toca un choro de Pixinguinha como un guiño cómplice a su colega brasileño. Falú lo mira a los ojos y le cabecea con un gesto que acompaña con un punteo de guitarra para que cante, para que se largue. Lenine dibuja una línea melódica con su voz. A su alrededor, todos contemplan el encuentro y se contagian de esa electricidad que flota en el aire. Se produce la comunión. Dos artistas conectados, a través de la música. Entonces por unos minutos, su mundo, el mundo, es un lugar mucho mejor para vivir.