Por Gabriel Plaza.
En “El hombre que ríe”, Víctor Hugo escribió: “¿Qué vengo a hacer aquí? Vengo a ser terrible. Soy un monstruo, decís. No, soy el pueblo. ¿Soy una excepción? No, soy todo el mundo. La excepción sois vosotros. Vosotros sois la quimera y yo soy la realidad.”
Ahora la realidad es Dani Umpi bailando sobre el tablado de La Tangente en Palermo como una auténtica reina drag de la noche, haciendo pasos de voguing, girando sobre sí misma como el personaje de la Mujer Maravilla, pegando saltos como en una rave. Allí está una de las primeras mostras rioplatenses, como suele decir, mientras abajo otras mostras bailan con su electropop queer, enloquecidas, rozando sus cuerpos, iluminadas por esos flashes estrobotópicos, agitados por los beats graves que golpean en el pecho y que bajan hasta las caderas.
Dani Umpi –alter ego de Daniel Umpiérrez, nacido en Tacuarembó en 1974, artista visual, poeta, músico y performer– abrió las puertas del Siglo XXI con un collage musical sorprendente realizado con los recortes de las novelas rosas de Corin Tellado, los versos concretos de los poetas modernistas brasileños, las historias bizarras, los diálogos de las telenovelas de las tardes, la cultura pop de la sociedad contemporánea, el kitsch y el mundo marika, que recorre el cuerpo de una obra edificada en cuatro discos solistas y colaboraciones con artistas como el productor argentino Coghlan –uno de los invitados del concierto en Buenos Aires–, con el que grabaron juntos en 2021.
En Argentina, donde residió varios años, expuso en galerías, editó libros como Miss Tacuarembó (que se convirtió en película protagonizada por Natalia Oreiro), encontró un lugar y una comunidad de seguidores. Todas las personas que llenan la sala entienden su código y su juego. Dani tiene picardía y oscuridad, incluso una sonrisa que puede ser diáfana o que, por momentos, parece hasta sarcástica como si se estuviera riendo de la realidad la mayor parte del tiempo. Hasta su baile agitado y estimulante parece un acto de resistencia, un acto de protesta contra el mundo. Los que bailan junto a él, también, están disfrutando y resistiendo a la vez, al mundo que los rodea. Es una explosión de liberación. La posibilidad de decir: existo.
Definitivamente, Dani Umpi (envuelto por la sonoridad tecno, a veces con una marcha más dura y acelerada del house, o envuelto por la nube electropop), es un hijo del post-punk. Sólo un heredero de esa tradición podría combinar perfectamente la intensidad del pulso tecno con los versos de una canción como “El bien en el mal”, que puede definir su esencia. Allí repite como en loop “el bien en el mal” sobre la base de un syntpop, mientras la voz encuentra un carácter más descarnado en medio de esa pista envuelta en humo, que parece la de una disco en Manchester.
El contraste que se produce entre su imagen juguetona de duende, su música, su voz con las inflexiones de un baladista melodramático y pop de los sesenta, sus letras, su sonrisa, su baile, la acidez de su humor, crea un magnetismo particular y un efecto sorpresa permanente.
Puede crear un pequeño diálogo histérico junto al productor Coghlan para hacer un tema con un estribillo adherente en “Ku”, envueltos por una lluvia pop y una base tecno bien dura: el dúo se potencia en el baile, el pulso grave de los bajos y el paladeo de las vocales que hace Dani Umpi, como si estuviera saboreando un chocolate. Su voz grita erotismo, es jadeante y desprejuiciada.
También puede cantar con ternura, humor y maldad sobre una ruptura amorosa en su clásico “Mi Charles Manson”, cuando dice: “No te veré más / Yo no te miraré más / Yo te ignoraré / Esta vez yo no te asesinaré”, moviéndose junto al efecto burbujeante de un electropop que podría ser de Miranda: es como una Alejandra Pizarnik en su versión tecno, que baila en remolino, vestido de rosa y que se puede poner un tul blanco en la cabeza. Ahí brilla, como un diamante loco.
O puede hacer un alegato punk en su clásico “La yuta”, que sus fans repiten como si estuvieran en una marcha, pero bailan, no dejan de bailar, envueltas en sudor y el frenesí ascendente que provocan las programaciones electrónicas y la voz agitada y valiente de Dani Umpi que canta su propio himno gay: “Y encuentro mil colmillos que me iluminan / Me miro en el espejo y me siento mía / Ahora elijo bien a quien quiero besar / Que la yuta me venga a buscar”.
En el concierto, donde está acompañado de un músico a cargo de teclados y programaciones, pone en foco las canciones de su último disco “Guazatumba”, un álbum que cosechó elogios en ambas orillas del Río de la Plata y que reafirman su condición de un autor de peso en la música uruguaya dentro de un género como el electropop, que empezó a tener una reivindicación por las nuevas generaciones.
Temas como “La mitad”, “Circular”, “Vieja loba”, “El altar”, se mueven bajo la influencia de ese laboratorio rítmico, un compuesto químico de música y pasión, una fórmula que conecta la magia pop con la ciencia del ordenador, que también atrajo al mundo del rock como Los Fabulosos Cadillacs que lo invitaron a participar en el Cosquín Rock en Montevideo, o Eté & Los Problems, que incluyeron un cover de Dani Umpi en sus conciertos.
No hay arte sin concepto y Dani Umpi juega muy bien esas cartas y esos links culturales para comunicarse con diferentes generaciones y ambientes. Por eso, puede invocar al espíritu de una artista de culto como Silvia Meyer (radicada en Nueva York) para hacer uno de sus grandes temas, “El amor como razón del fin del mundo”.
El cover se convierte en una performance poética y teatral, donde su voz ulula más grave y se tensa sobre el deseo de una letra distópica: “El perfume de un jazmín puede ser la razón del fin del mundo”, dice y repite como un mantra. Es cuando su figura parece aislarse del recinto y recortarse de las secuencias electrónicas, separarse de todo lo que lo rodea y simplemente encarnar la poesía.
Entonces, Dani Umpi ya no es el artista, sino el arte que transforma su propia realidad y la de todos los que en ese momento están a su alrededor.