Por Mateo Magnone Hugo.
Crónica murguera en cuarentena
-Podemos actuar en un sillón, que tenga una escalera hecha de libros para poder subir.
-Pero somos un montón, precisamos un espacio más grande.
-Bueno… en un sillón gigante. Lo ponemos en la calle y llevamos bancos de la casa de cada murguista, para que la gente se siente a mirarnos.
Murga La Piedrita ya tiene resueltos dos asuntos importantes: su nombre y el primer lugar donde va a actuar. Ambos, prolijamente consensuados en dos reuniones de Zoom y cero ensayos. Perdón, hay un tercer asunto: el espectáculo va a tratar sobre una granja. El veterano de la murga tiene 5 años y 8 meses, algo así como cincuenta y cuatro días más que la dueña, quien tuvo la idea y armó el plantel. Ella es murguera desde la cuna, se sabe más de un par de repertorios carnavaleros y decretó que va a ser la directora. Una dueña de las de antes.
Tras la selección de diez compañeras y compañeros del jardín, a través de mensajes de Whatsapp enviados por su madre, les invitó a participar de la reunión fundacional. La primera pregunta que les hizo, casi en modo casting, fue: “¿Cuál es la diferencia entre cantar y hablar?”. Ante largos silencios y respuestas poco satisfactorias, sentenció: “La diferencia es que cantar tiene melodía y hablar no”. Tras la enseñanza, alguien propuso que cada murguista mostrara un instrumento de su casa. Por un minuto, los diez recuadros de la pantalla quedaron vacíos. Fueron volviendo de a poco. Aparecieron tres ukeleles, dos flautas, otro par de panderetas, alguna melódica, un juego de maracas, un bombo y unos platillos. Por supuesto, ver al resto y reconocerse en la computadora con tales elementos, activó la música automáticamente, sin señal alguna de por medio. El bombista hizo una pausa, “Voy a cambiar por un instrumento menos ruidoso. Mi madre está trabajando acá al lado”. Para intranquilidad de su progenitora, volvió con una trompeta de plástico.
En una casi pausa sonora, la dueña pasó a contar que el espectáculo va a desarrollarse en una granja y que cada integrante de la murga tendría que interpretar a un animal. No creyó necesario aclarar que los animales debían ser, en la realidad, habitués de las granjas. Sin embargo, tras los pronunciamientos sobre el deseo de ser gallo, cerdo, vaca, perro, pato y caballo, una niña solicitó ser un unicornio. Justo le tocó una dueña con pocas pulgas. Esta, tras indignarse y buscar complicidad con su madre, desaprobó la solicitud. Pero la cosa no quedó ahí. Otra murguista, la vaca con melódica, saltó en defensa de la presencia del unicornio en la granja. Se le sumó un compañero, luego otro y así el resto, hasta generar el primer acto reinvindicativo contra la patronal. Surgió efecto: el unicornio se queda. Tras la resolución del conflicto, se terminó la primera reunión.
Una semana después, llegó otro mensaje. Esta vez, para el encuentro había que pensar en una canción ya existente para poder empezar a probar voces y ritmos. Los primeros minutos fueron de saludos y preguntas no relacionadas con la murga. La responsabilidad musical no ha logrado que los integrantes olviden que se extrañan tremendamente, y bien saben que el momento del reencuentro en el jardín es una gran incógnita. Luego de ponerse al día, empezó la lista de canciones. Mientras las iban nombrando, se dieron cuenta de que casi todas habían sido aprendidas en conjunto durante las instancias semanales con el tallerista de la institución. Fueron decantando y resolvieron comenzar con “Una nube”, del grupo argentino Vuelta canela:
Una nube,
mucha la lluvia,
crece el pasto
Y el árbol.
Caen las hojas
sobre el agua,
hay un pulpo
y un caracol.
Las dos estrofas se repiten durante toda la canción y son acompañadas por una suerte de coreografía, que va modificándose en cada repetición. Primero con una mano, después con la otra, luego con las dos y de allí con una delante y otra atrás, mientras la música va acelerando. Quienes integran Murga La Piedrita cantan y bailan delante de la pantalla, viéndose y escuchándose en un círculo imaginario que también es un espejo y, principalmente, un lugar de cobijo. Las vergüenzas se eluden, los cuerpos agrandan sus movimientos y los volúmenes de las voces crecen hasta el grito. Una de las grandes comprobaciones de la cuarentena es que la infancia también se ahoga y necesita herramientas y formas de rescate, como el canto y el baile. El crecimiento de la intensidad durante la interpretación de la canción concluyó en una risa multiplicada por diez y sostenida por largos segundos. La madre de la dueña estaba en otro cuatro pero, al escuchar la reacción, se acercó a su hija.
-¿Por qué te estás riendo?, preguntó.
-Mamá, me estoy riendo porque estoy contenta.