Jaime Roos – Mediosiglo en el Centenario

Por Gabriel Plaza.

Llegan varias horas antes. Desde temprano la gente ocupa una de las bandejas del Estadio Centenario, donde está la torre Olímpica, una obra de valor arquitectónico declarada patrimonio de la ciudad que sobre todo tiene un valor simbólico para los montevideanos, ya que es un recuerdo de las hazañas futbolísticas del seleccionado uruguayo a principios del siglo XX. Esta noche se celebra otro acontecimiento. Jaime Roos vuelve a tocar en vivo en este estadio, al que lo une un hilo conductor que atraviesa toda su obra.

En este estadio el músico montevideano realizó la sesión de fotos para su quinto álbum Mediocampo, donde vestía la camiseta del club Fenix. Hacía acá miraba su corazón inmigrante cuando vivía en Amsterdam y compuso uno de sus grandes himnos “Los Olímpicos”, a principios de los ochenta. Incluso, en este mismo estadio el año pasado pudo realizar finalmente su concierto bautizado Medio Siglo, que adquirió ribetes míticos por que se llegó a postergar seis veces, primero por la pandemia y después por una serie de cambios de lugar y fechas.

Sobrevuela en el ambiente y sobre todo en el corazón de este espectáculo el cierre de una época para Jaime Roos. El concierto Medio siglo, que fue filmado para un documental que verá la luz en 2023, es el resumen de una obra y de una vida sobre las tablas. De alguna manera, es el cierre de otro proyecto ambicioso, Obra completa, que le demandó los últimos años. Con la colaboración del sello Bizarro sacó una colección de todos sus discos de estudio y en vivo editados hasta la fecha totalmente remasterizados, con el material gráfico completo de las ediciones originales y una reseña histórica de cada álbum.

Fue una tarea titánica que lo obligó a dejar los escenarios desde 2015, escuchar horas de material, volver sobre sus viejos temas y reflexionar como esa obra de un total de veinte discos, había soportado el paso del tiempo, desde la aparición del primer disco Candombe del 31 (1977).

Pero ahora Jaime está de vuelta en el ruedo. Más de quince mil personas ocupan la Tribuna Olímpica y la platea. Se percibe la comunión en el ambiente. Después de un año de ensayos, la noche es templada, perfecta, para celebrar medio siglo de canciones en el Estadio Centenario, el territorio de su imaginario cancionístico y la épica nostálgica de sus temas más célebres. El escenario ideal para la metáfora futbolera y la vida, el coro griego de los murgueros, la mueca existencial y melancólica de la esquina, la bohemia del mostrador y la noche montevideana, la filigrana del carnaval y sus personajes sin tiempo.

Las personas en la tribuna y la platea se reconocen. Se saludan y abrazan. Parece una reunión de vecinos, un encuentro de amigos en una esquina o en una plaza de pueblo. La mayoría viene con su termo y su mate para aguantar la espera. Un vendedor vocea: “Churros, churros”. Otro, le responde: “Café, café”. Los más pibes toman cerveza y se sacan una foto con el fondo del escenario y al campo de juego verde. El clima es expectante en las tribunas. Es la sensación de estar a punto de asistir a un evento histórico. Y lo fue.

Veinticinco canciones. Dos horas y media de concierto. Jaime Roos en estado de gracia, dirigiendo al coro, la batería de murga, la cuerda de tambores y la banda, que integran veintidós jugadores. De fondo, la cancha de fútbol, la luna creciente colgada del cielo estrellado, las luces tinteneantes de los edificios cercanos de esa Montevideo que Roos mitificó en sus canciones: esa patria musical inventada a la distancia y sembrada con candombe, murga, rocanrol, los Beatles, el canto popular uruguayo de los setenta, los sonidos modernos de los ochenta y un lenguaje poético que de tan cotidiano y lleno de nombres propios, se vuelve el extracto condensado de un perfume barrial y universal donde cualquiera puede reconocerse.

El metal de la voz de Freddy Zurdo Bessio estremece en el arranque del recital con ese ritmo de marcha camión de la batería de murga y la melancolía implícita de la letra “Amor profundo”, que habla de esa alegría que siempre esconde un lagrimón, un tema de Mandrake Wolf que Jaime popularizó en su disco Contraseña del año 2000, y que define ese rasgo filosófico del carnaval, esa idea de que toda celebración, todo instante de felicidad y toda vida termina. De alguna manera esa verdad irrefutable atraviesa a cada una de las personas que están sentadas en el estadio. Y de entrada les eriza la piel.

Todavía con el público en éxtasis, la banda migra a otra canción que es una viñeta perfecta de la vida urbana en Uruguay, “El hombre de la calle”. Un himno de Jaime Roos con dedicatoria: “Ésta, como siempre va para el fondo de la tribuna”, dice con un tono grave de madrugada, como no queriéndose olvidar de esos anónimos que alimentaron las historias de sus canciones. Es un código común compartido con el público que se repetirá a lo largo de la noche.

En “Las luces del estadio”, ese tango fantasmal memorable, desliza una dedicatoria al desaparecido bar La Barraca y su dueño Daniel Magnone, hermano de la cantante Estela Magnone, ex pareja de Roos. Muchos de los que están acá reconocen ese guiño. Lo vieron tocar a Jaime en ese bar en los ochenta cuando volvió del exilio y saben de la importancia de ese lugar en la cultura montevideana, que ahora es sólo escombros. 

Cada vez que menciona un personaje ilustre de la vida montevideana, el público repite el nombre en la tribuna como un eco, o un homenaje. Es una comunicación sentimental traducida en la interacción con melodías que definieron la pertenencia a una manera de ser y estar en el mundo. La base de murga en sordina de la canción “Retirada”, o el milongón “Aquello”, que ahora suena como un testimonio de los que ya no están como El Sabalero Carabajal que la grabó originalmente, forman parte de la identidad melancólica de esa ciudad vieja que aparece en las canciones de Roos. Una ciudad tan real y ficcionada como la Santa María de Buenos Aires de Onetti.

El músico va dejando caer ese repertorio como un álbum de fotos de su propia historia, que a la vez cuenta la historia de un país, una ciudad y las historias de los que están sentados entre el público. Se siente ese cimbronazo emocional cuando toca los riffs iniciales de “Los olímpicos”, no solo uno de sus temas más populares, sino más arraigados a ese imaginario del uruguayo que migra de su país. Una crónica de tres minutos, donde reúne las contradicciones del que se va y una advertencia para los que se quieren ir, con una frase que resume lo que vive el exiliado. Extrañan hasta el aire de puerto, cuando anuncia el temporal.

En vivo, las canciones de Jaime Roos tienen la fuerza y la resonancia popular de esos estribillos cantados en los estadios de fútbol. Pero además, hay un reconocimiento al creador de un estilo original que reivindicó la murga como género musical y fue capaz de traducir en canciones la identidad, la simbología rioplatense y el abecedario emocional del carnaval. Hay un lazo invisible construido entre Jaime y los destinatarios de su obra a lo largo de todos estos años. Eso es lo que provoca la primera detonación de los versos de “Adiós juventud”, y todos los que se paran levantando los brazos en v y cantando junto al coro murguero eso de “Parece mentira las cosas que veo, por las calles de Montevideo”.

De la catarsis colectiva de esa orquesta en funcionamiento que es como una máquina de tren en marcha donde se funde el groove de los tambores, la triada de redoblante, bombo y platillo, la línea de voces murgueras, las pinceladas de la flauta traversa, la base de guitarra eléctrica, teclados, bajo y batería, Jaime gira a la intimidad más absoluta e instrumental, a veces acompañado por Nicolás Ibarburu en guitarra eléctrica, Gustavo Montemurro en los teclados, o el Poli Rodríguez en la criolla.

Le gusta crear ese clima de tertulia de madrugada en un bar de la ciudad vieja que lleva al público a estar adentro de la canción como en una película, o una obra de teatro en “Las golondrinas”, “Milonga de Gauna”, o “Victoria Abaracón”, cantando a veces sólo con su guitarra (en realidad sus guitarras porque por cada canción el músico cambia de instrumento para mantener el sonido original con el que fueron grabadas esas canciones), creando una escena intimista en medio de un gran estadio.

Cada canción es una postal existencial: “Los futuros murguistas”, es el resumen de la tradición cultural y el horizonte que siempre brinda el próximo carnaval, el sueño de los botijas todavía hoy; “Cometa de la Farola” es una foto de infancia en el Parque Rodó; “Amándote”, es la carta de amor de despedida: y “Si me voy antes que vos”, un rezo en tiempo de huayno andino.

Entre los himnos Jaime fue colando pequeños tesoros de su obra como “Good Bye (El tazón de té)” y “Lluvia con sol”, la milonga rock “Nadie me dijo nada” y “El grito del canilla”, como antesala de otra explosión emotiva en la Tribuna Olímpica, con “Brindis por Pierrot”, que todas las personas en Uruguay pueden decir donde estaban cuando la escucharon por primera vez.

Esa primera frase del tema “No lo vieron a Molina, que no pisa más el bar”, es una contraseña para cualquier montevideano de a pie. La cantaba el inigualable Canario Luna. Ahora el Zurdo Bessio la canta con ese mismo acento mítico, ese agudo de canillita, ese fraseo un poco más aterciopelado. Es un tema que en vivo funciona como otro detonante catártico y donde toda la máquina cancionística funciona con la precisión de un reloj suizo, pero con el alma y con el peso de la historia detrás de varias generaciones de murguistas.

En una canción Jaime Roos puede lograr que todas las piezas y todas las vidas encajen en un mismo verso, encolumnados detrás de “Cuando juega Uruguay”, (cuando la canta, parece que todo un país canta con él), en la historia de amor no correspondido de un murguista que puede ser universal en “Colombina”, o en la esquina del barrio Sur, donde todas las historias de la ciudad confluyen en “Durazno y Convención”.

Parado frente a la Torre Olímpica, Jaime Roos le habla a la tribuna: “¿Agitamos con ésta no?” y canta el último tema del concierto, un cortometraje monumental sobre esa esquina del Barrio Sur de Montevideo. Se despliegan en la letra, las horas lentas, la vida dura, los baldosas flojas partidas hace años, los edificios chatos que parecen dibujados en carbonilla. La cuerda de tambores marca el pulso del tema.

Pasa la película de su vida.

Una ovación lo baña como una ola de mar. Se respira el final. Es una retirada olímpica. Tras los últimos acordes se va la murga, aunque nunca pueda decir adiós. Las luces del estadio se empiezan a apagar. De lejos llega el murmullo de la ciudad y el Río de la Plata. Ladran los fantasmas de la canción.