El encuentro – Valentina Viettro

Por Valentina Viettro.

Los vidrios de los ventanales empañados escondían piernas que iban y venían de un lado al otro, sin prisa, sin orden. El invierno se perdía afuera, el agua de las heladas matinales descendía a las raíces de los árboles mientras las piñas girando sobre su propio eje tiraban aire dando volumen a un suelo de pinochas marrón y cada tanto ascendían unos centímetros soltando una ráfaga de vapor que salía del suelo. Estela desconocía ese suelo que pinchaba la planta de sus pies endurecidos, las luces que la llevaron hasta allí se esfumaron con la llegada del día y el misterio de ese nuevo paisaje se abrió ante sus ojos inocentes. ¿Era allí que habitaban todas esas personas que llegaban a su casa en verano? ¿Por qué las ventanas lloraban desperdiciando el agua que a ella le resultaba tan difícil de encontrar?  “La trampa de la laguna cerró su boca de arena, llora el Valizas su pena en lo arrastrar de la luna al ver su plata serena….”

  • Entrá, te vas a congelar ahí, Ismael abrió la puerta y se dirigió a Estela con total naturalidad y una espontaneidad que hasta ese momento desconocía en su vida.
  • No hace tanto frío, ¿estás haciendo café? Se va a quemar, respondió Estela que ya avanzaba camino a la casa.

¡Eso, se quema!, gritó Ismael y salió corriendo a apagar el fuego de la cocina.

Estela se presentó descalza con los pies desnudos frente a él. “Please give me more, quiero cantar, quiero beber otro sorbo de tu café, ponerme a bailar con el quehacer, sentirme libre aunque encerrado esté…” Ismael bajó el volumen de la música corrió las cortinas y la luz matinal que desprendía ese cuerpo apenas descendido cerró sus pupilas, el olor a sal penetró en sus narinas recién despiertas contrastando con el aroma a café que desprendía la cafetera italiana en plena ebullición. Ella se detuvo apenas pasó la puerta. A un costado el fuego de una estufa a leña mantenía el calor de la casa, delante  una criatura de facciones de elfo, piel verduzca y orejas puntiagudas flotaba en el aire en posición de loto, tenía los ojos cerrados y emitía respiraciones lentas y profundas. Ismael regresó de la cocina con tres tazas de café y la invitó a sentarse. Le explicó que la criatura se llamaba Holanda y solía dormir así. 

Ella tomó unos segundos para observar los detalles de la escena, se sentó sobre una alfombra cerca de la mesa que sostenía las tazas de café, cruzó las piernas, cerró los ojos e intentó flotar. Ismael, la miraba obnubilado desde el sillón sin poder dar crédito a lo que sus ojos veían, Estela no flotaba pero una serie de chispas luminosas empezaron a recorrer su piel, se encendían, corrían y se apagaban de manera intermitente cubriendo la superficie de su rostro, nuca, brazos, piernas y pies. Donde había piel allí centelleaba la vida.

Estela entendió que existía un motivo para estar allí. Sus conversaciones se fueron sucediendo entre un café y el siguiente. De repente, la criatura cambió de lugar y sin mayores presentaciones intervino en la charla como lo hace un alma anciana capaz de compartir sin invadir. La risa fue la antesala de la intimidad más sana y primitiva que se pueda conocer. Las caricias extendieron el dulzor de la mañana que se hizo charla, luego risa y cuidado, estímulos y besos se confundieron mezclando cuerpos, olores y manos que en vaivenes temblorosos chapoteaban sus cuerpos en pleno descubrimiento. Las curvas como los montes superados, sus sexos cual la flora que ocupa los bosques que los separan de donde antes estaban sus casas, sus aguas como los mares que los vieron nadar explotaban uno a uno en gritos de placer, de esperanza y encuentro. En sus movimientos alejaron la mesa donde Ismael había apoyado las tazas de café, la alfombra frente al ventanal se volvió cama y desnudos los abrazos formaban un solo cuerpo.

Mientras del otro lado del vidrio la pinocha se removía, Ismael notó cómo el cuerpo de tres hombres y dos mujeres surgían de la tierra, mientras los pies de al menos cuatro personas que de lejos no logró distinguir descendían de las alturas. Y aunque no podía explicarse este fenómeno, una coreografía de hombros y caderas estimulados por el sonido acentuado de cuerdas y vientos comenzó a agitarse en el exterior, supo que los placeres de ese día no se habían terminado allí.