Alucinaciones en Familia: El corazón indie del Uruguay en Buenos Aires

Por Gabriel Plaza // Fotografía: Donato Pontaquarto.

Hace poco en una entrevista con la periodista Belén Fourment, los integrantes de Alucinaciones en Familia dijeron que la clave del grupo, que está pasando en Montevideo por un gran momento de reconocimiento, es “hacer música que nos conmueva”. Es lo primero que produce el grupo en vivo, crear una especie de conmoción, incluso para aquellos que los escucharon varias veces, o para aquellos que los ven y escuchan por primera vez en vivo. Una conmoción que se puede producir por el efecto de la música, esa telaraña nöise de instrumentos que crean una nube psicodélica sobre la que flotan las letras de sus canciones, bordadas por almas angustiadas y una fuerza vital, que cruje en el pecho.

“Para siempre, no hay nada / ni tu sonrisa, derritiéndose en la playa”. Pau, canta un clásico de su primer disco, como si estuviera cantando un hit deforme, apoyado por el vaivén pop de los teclados y el ritmo surf de las guitarras: cualquier seguidor porteño encontraría una asociación rápida con “Playas oscuras”, ese otro hit deforme del grupo Los Visitantes, banda argentina de los noventa, liderada por Palo Pandolfo, del que se están cumpliendo tres años de su muerte por estos días.

Es sábado por la noche en el barrio de Palermo, Buenos Aires. La cuadra de Honduras está vacía. Un portero espera más gente. Alucinaciones en Familia, toca en La Tangente. Adentro están los necesarios, los que esta noche de invierno surcaron la ciudad para escuchar en vivo a una de las mejores bandas de rock de Montevideo, que juegan un poco de visitantes, pero que empiezan a tener su hinchada local, la que se sabe de memoria temas faro de su primer disco como “Drones por Capurro”, o “Parodista”, que se lo canta a los gritos, con ese estribillo agridulce, irresistible, para hermosos perdedores: ”¿Si está tan mal, tan mal / por qué no paro de bailar?”. 

La banda de siete integrantes, –dos teclados, batería, percusión, dos guitarras y bajo– crean una sensación de estremecimiento con los acoples, el clima de los syntes, las guitarras arpegiadas en acordes menores, una sustancia dark que se apodera de las melodías, la percusión en clave latina, el acordeón, o la trompeta en sordina, los otros instrumentos que aparecen ocasionalmente para que la banda rockera transmute en una pequeña orquesta psicodélica, a veces más cercana al shoegaze, otras con guiños al pop de los ochenta y al post punk de Joy División: el público acompaña con una danza rota –cierto movimiento espasmódico, más de catarsis que de éxtasis electrónico–, cuando el bajo se vuelve insistente y Pau agita el baile desencajado con esos punteos eléctricos en canciones como “Jessica (mezcalina china)”, que dice: “No la dejan pasar porque está usando championes / los de seguridad le señalan sus cordones”.

Hay una melancolía que flota sobre las canciones. Es una oscuridad brillante, que aparece en el vibrato de ceniza y diamante, que emerge de la voz de Pau y en el enjambre de estrellas nocturnas de las guitarras “psico-killers” y los syntes voladores, que suben y baja ondulantes, y pueden elevar la frecuencia baja de las notas y los tópicos de algunas letras de corazones y bocas rotas por el dolor, como dicen y repiten en “El árbol de los anzuelos”, una de las canciones estremecedoras de su último disco.

Temas como “Camposanto de Valentina” con su pop teatral; “Coronas de flores”, con ese sonido de trompeta como en una canción beatle pero triste; y “Alma y vida”, con esa carga dramática y depresiva, podrían formar una trilogía de baladas para relaciones quebradas.

Otras, en cambio, funcionan como catarsis. “Pimienta y escarbadientes”, es una oda a la cultura del bar trasnochado con fainá (¿un guiño a “Las luces del estadio” de Jaime Roos?), donde los teclados progresivos se mezclan con la distorsión de las guitarras que suben en un increscendo de color épico, hasta que la voz se rompe en un final punk.

“Cambiando de formas”, en vivo, suena muy diferente al disco: el efecto de los pedales, el groove del bajo que sostiene el ritmo, la voz que repite el leimotiv de la canción y el fuego cruzado de las teclas y las capas de guitarras multiplica el efecto de esa jam psicodélica y rockera, entre el fraseo del mini moog, la percusión latina y la guitarra de sonido punzante, como una señal de alarma o la sirena de un patrullero, que culmina con una risa ahogada.

“Secta de las dos lunas”, de su primer disco, fascina por la letra y ese acordeón, que se cuela en el entramado general de la banda y esconde la armonía de un coro de murga, para crear una música que se levanta como una catedral gótica y despega como una nave interestrelar.

El grupo navega entre el dolor existencial, la muerte, la mueca burlona sobre el propósito de la vida, el amor, la ternura, la intimidad, el desgarro, Dios y los demonios internos. A veces, las canciones transmutan su estado de ánimo para terminar en un clima de redención en “Cáncer pop”: “Sintonizando ideas como fe / para existir, morir y volver”. O sino simplemente se dejan llevar por un baile alucinado y son arrastrados por el discurrir de la vida en “Mezcalina china”: “El cuerpo es solo un efecto / de una noche al recordar”, canta Pau, sobre los teclados que parecen salidos de una fiesta de The Cure en los años ochenta.

En un momento, Pau, cantante y compositor de la banda pregunta: “¿Hay uruguayos acá?”. La respuesta es clara. “Vamo’ bo”, responde y ataca con furia su guitarra eléctrica, donde jugará con el riff de “Satisfacción” de Los Rolling Stones. Habrá después, también, una mención al Tussi (falleció en febrero de este año), un eslabón indispensable de la contracultura independiente de la que forman parte junto a bandas como Buenos Muchachos, como nexo más joven de esa trama montevideana, indie y emocional.

“Diciembra”, es el gran final épico y a la vez marca un poco el comienzo de todo. La aparición de otra generación indie con un himno que surgió como emblema de otro proyecto seminal de Pau, Diego Martínez y Pablo Torres en 3Pecados. Es un tema atesorado en el corazón del under que no necesita presentación y se reconoce inmediatamente en su primer verso: “Año nuevo y todo sigue tan viejo…”, canta Paul envuelto por la melancolía, en una postal bucólica y generacional, que podría ser pariente de “Navidad en los santos” de El Mató un Policía Motorizado, que dice: “Es la fiesta que te prometí”, en un hilo invisible que une las sonoridades hermanas del indie en el Río de la Plata.

Cuando terminan y el escenario se vuelve negro, sólo queda la guitarra apoyada, acoplando sobre el parlante. En el cuerpo queda la vibración eléctrica de las notas como un torbellino. Ahora, todos se sienten un poco más cerca de Montevideo o un poco menos lejos de casa.