Lucía Romero: El linaje de una voz, entre el ritual y el deseo

Por Gabriel Plaza.

Una modulación grave de los sintetizadores como un sonido de un barco a la deriva, una canción réquiem, una voz mineral que alumbra como una antorcha los vestigios de una antigua civilización escondida en una gruta, una música que cruje como las pisadas en un bosque, un audio con la proyección sombría de una vela temblorosa en medio de la noche. Así empieza “Funeral”, la canción que abre el nuevo álbum de Lucía Romero. Así imagina el ciclo de la vida y la muerte (la despedida a lo viejo), en su nuevo álbum “Magia pagana”, esta alquimista de los sintetizadores, la voz magnética y la multi instrumentista singular, conocida en el medio por su paso por agrupaciones como Niña Lobo y sesionista de la banda de Emiliano Brancciari, entre decenas de participaciones en proyectos de otros.

En este segundo disco solista, editado por Little Butterfly Records, la artista construye un altar lleno de flores para cantarle a los dioses (o a la diosa dormida en su interior), a los que les prende velas y les manda señales, para invocar el misterio de lo sagrado, para ir un poco más allá, o en todo caso que el más allá venga a lo cotidiano, a la mesa servida, y dedicarle estas canciones que suenan a plegarias a los astros, al cuerpo, a la naturaleza y al misterio de un legado ancestral.

Con este disco Lucia Romero responde a la canción de Spinetta “No te busques ya en el umbral”, donde decía: “Estás perdiendo el tiempo pensando / estás fuera de la vida jugando y perdiendo”. En esta producción, ella deja que el deseo, el cuerpo, el espíritu, la conciencia, encuentren su propio alumbramiento en los pliegues digitales de un pop experimental, denso y telúrico, con la voz y el teclado como centro gravitacional.

“Magia pagana”, no repite fórmulas, no piensa en los algoritmos, simplemente respira, late y se tensa, se agita, entre lo ritual y lo mundano.

En las nueve canciones, que redondean una de las mejores producciones de la música uruguaya, Lucía flota y da vueltas sobre el vacío, sobre ese lienzo en blanco y cósmico de la música, el espacio de silencio entre las notas de un teclado que salpican como partículas su cuerpo, o ese imaginario sónico que desarma las estructuras de las canciones logrando un efecto sorpresa en cada pieza.

El disco es una marcha hacia un destino incierto, que empieza sombrío y se vuelve solar, como esas canciones melancólicas compuestas al borde de una playa desierta, o en ese campo minado de una habitación.

Se desliza existencial, etérea y hasta se recuesta sobre el manto acolchado de un piano rodhes en “Vacío”, hasta que llega el punto de quiebre, el balanceo de unos acordes de tintes saturados, el puente, y el desvío hacia una rítmica palpitante con guiños a Radiohead, que crece entre unos sintetizadores de humor electropop y una melodía vibrante: se trata de navegar sin naufragar, encauzar el destino, canta Lucía en modo soulero, en un loop para el baile interior.

“Al mar de la luna llena”, es una marejada de voces, que evoca el fuego de los cantos populares de la música afro y religiosa y que invoca la limpieza de los malos espíritus. Es un canto en ronda, orgánico y silvestre.

Con Franny Glass hacen un dúo memorable en “Brindar”, como si fueran los últimos dos seres en el Universo. Lo que importa no es tanto lo que dice la letra, sino lo que sugiere, esa atmósfera que crea la frase: “Brindar la voz / la llama que pigmenta la emoción”. Es un paisaje hipnótico dibujado por ese contrapunto de las voces –la tonalidad y el color opaco y brillante de cada uno–, la escala descendente de los sintetizadores y esa dulce melancolía de las voces, que arrastran la melodía del tema hacia un punto de fuga.

El canto coral y telúrico, la tonada que podría ser copla anónima y popular o de pulso celta, se cruza con los teclados ominosos de una catedral gótica en “Una madre”, una de las canciones más bellas del disco. Las voces crean un efecto reverberante en la repetición de las palabras: “pradera, pradera, pradera”. Es la voz humana que responde a una memoria antigua y existencial, lejana en el tiempo. Es la ceremonia sobrecogedora de la voz humana y su encuentro con el cosmos, la huella que deja en el tiempo.

La canción pop “Cintura”, es un diario íntimo, el despertar al deseo con opulencia disco en ese fraseo sensual y vaporoso. La clave está en el minimalismo de un microdancing en la cama. Allí, Lucía ofrece un chispazo de esa vitalidad, de esa materia urgente, que fricciona con otro cuerpo: los polvos de una relación, como cantó Federico Moura (Virus).

En “Sin poder pensar” cabalga sobre el trote de los acordes en los teclados, el golpe de los graves, la pulsión orgánica de la batería y las programaciones new wave. La interpretación deviene en recitado de un poema que se vuelve carnal y el goce de la autosatisfacción en el increscendo de esa voz envuelta en brillantina pop y remolino digital.

En cambio, “Manantial” es un viaje introspectivo por la naturaleza. Es una pieza teatral: el viento que sopla, el aire folklórico, los teclados etéreos, la voz existencial, la música como un buen augurio y ese fascinante quiebre en la estructura de la canción para que la voz crezca, empujada por algo más visceral, algo más animal.

“Ritual”, es el cierre perfecto. El sonido de los grillos, la voz a capela que invoca el más acá y el más allá, parada ya en el umbral. Es traer el silencio del monte a la ciudad asediada por motos y ladridos de perros, para finalmente dejarse arrastrar y sucumbir al silencio como una onda que se corta, una transmisión interrumpida.

La vida y la muerte, o todo aquello que dejamos ir. El día y la noche. El ritual y el deseo. Lo mundano y lo espiritual. Ella con su voz, con sus canciones, con su linaje (el de las mujeres que la antecedieron), camina sobre ese desfiladero.