Por Gabriel Plaza.
Entre Leonard Cohen y Eduardo Darnauchans. Entre Dino y Brian Eno. Entre el cine y la literatura. Entre el barrio de Buceo y la ciudad de Buenos Aires. Entre la docencia y la música. Entre el rock indie y la milonga. Entre esas esquinas emocionales, Diego Presa construyó un itinerario, un mapa de la canción urbana montevideana. El Río de la Plata, es el territorio imaginario donde flotan esas melodías, con clima portuario. Los acordes mayores o menores de una guitarra folk empujan hacia una ruta infinita. Mientras que la voz de emoción contenida, -melancólica, a veces susurrante, a veces al borde del abismo, a veces en la frontera de la noche y las luces del alba-, dibuja un paisaje interior filmado en cinemascope.
Diego Presa, cruza la calle con un gorro negro de lana que parece de un estibador y lo resguarda del aire del viento de mar que sube por Río Negro. Se refugia en el bar. En la televisión hay un partido de fútbol. Familias comen generosas porciones de pizzas. Un hombre está recostado sobre el ventanal con un cortado a medio terminar. El músico otea toda esa escena urbana, se sienta y pide un café. Es mediodía. Faltan pocos días para un nuevo concierto de este artista que siempre está en movimiento y puede encontrar aparceros naturales en la banda Buceo Invisible con la que lleva más de veinte años, el dúo con Julieta Díaz con la que grabó dos discos o el reciente proyecto con Marcelo Fernández, guitarrista de Buenos Muchachos.
Este jueves 5 de octubre a las 21 horas en cambio se presenta en formato solista en la Sala Corchea (Soriano 1243), donde defenderá sus canciones a punta de guitarra, en su versión más cruda, con el espíritu de cuando fueron compuestas.
“Voy a aprovechar para mostrar canciones nuevas y explorar esta cuestión de tocar solo en el escenario. Hace un tiempo estuve en el SODRE, donde oficié de anfitrión y fue una experiencia divina. Me interesa explorar esto de estar solo en el escenario, de mostrar las canciones como muy desnudas, ir al hueso, al origen de la interpretación y la composición. Estar bien pegados al momento de como las canciones nacieron. A veces toco con la acústica o con la eléctrica, encontrando sonoridades con otras influencias. Me gustan Brian Eno y Sigur Ros, sonidos que tienen que ver con otros viajes más locos”, dice el músico.
Siempre hay canciones golpeando a su puerta, desde la adolescencia. Lo que fue un primer impulso poético se convirtió en un oficio, una manera de estar en el mundo, que no tiene demasiada explicación. Lo único que sabe es que no podría vivir sin hacer canciones.
“Una cosa interesante de este oficio es que uno no entiende muy bien que es lo que hace y porque lo hace. Por supuesto es una necesidad, es más fuerte que uno, es una manera de estar en el mundo. Hay un oficio, una forma de poder vivir, pero también hay una cosa que se hace indefinible y ahí está lo interesante, el meollo del asunto, el porqué uno sigue haciendo esto en un mundo que va para otro lado”, dice el poeta urbano.
Nacido en 1975 en Montevideo. Hijo de un panadero y nieto de un musiquero aficionado, compositor de tangos y milongas, que circulaba en los ranchos de pescadores en el barrio de Buceo, Diego Presa, creció en un hogar de clase trabajadora con gusto por la lectura de autores como Horacio Quiroga o Edgar Allan Poe. “Siempre fueron muy lectores mi viejo y mi abuelo. No eran intelectuales, ni tenían una biblioteca frondosa, pero si existía el hábito y la valoración de la lectura. De niño fui muy lector y eso fue importante para mí”, cuenta Presa.
Las historias de los libros y las canciones fueron lo que definieron su trayecto de vida. Tiene quince obras editadas, entre sus materiales solistas y sus trabajos con sus otros proyectos: el colectivo artístico Buceo Invisible, su dúo con la actriz argentina Julieta Díaz, y el grupo El Astillero con Gonzalo Deniz y Garo Arakelian, banda que nació en 2016 y dejó una huella en el país.
“El Astillero fueron cuatro años y dos discos. Recorrimos todo el país. Tuvimos experiencias preciosas, muy intensas. Éramos 3 músicos solistas y se dio así. Tuvimos la suerte de conocer a Palo Pandolfo, tocamos acá en Montevideo y en Buenos Aires con él. Lo conocimos en Salto. Después nos invitó a abrirle unos conciertos allá. Recuerdo un concierto sólo con la guitarra en el CAFF, que le abrimos y fue una noche mágica. Se generó con él un intercambio precioso que continuó hasta su muerte. Conocerlo fue una de las cosas más lindas que nos sucedió.
Ahora que evocás a Palo Pandolfo, sentís una hermandad con él y una manera de decir similar, pero desde Montevideo.
A mí lo que me interesó de Palo, más allá de su personalidad, es que para él esta aventura de la música siempre tenía que ver con el encuentro con otros y otras, que vinieran de diferentes experiencias. Me interesaba esa voracidad sin límites, que estuviese interesado por la poesía, la historia, el cine. Hablamos mucho de no quedarse encasillado en una movida o escena, congelado en un lugar. Para mí el mundo de la canción es eso. Es como un territorio cruzado por muchos vientos, que vienen de diferentes lados. Es difícil separar la canción de mi experiencia como lector, como cinéfilo o mi experiencia como ciudadano. La canción se nutre de esos lugares, vertientes, corrientes. Me gusta, también, Leonard Cohen como autor de canciones, novelista, poeta, y después como dejó la guitarra y exploró con un Casio. Ese es el mundo que me entusiasma de la canción. Que sus fronteras estén abiertas.
Mencionás otros universos de la canción y estudiaste cine. Hay algo en tus canciones, que son muy cinematográficas. Una atmósfera que remite a un corto o una película.
Cuando empecé de adolescente a escribir, lo hacía mucho desde la imagen poética que es muy visual. Fue la puerta de entrada y lo que ha estado presente en el origen de lo que escribo en las canciones. Soy más cinematográfico que un narrador lineal. Hay autores que a mí me encantan que son más narrativos o te cuentan una historia como Dylan, más allá de sus locuras. Acá también tenemos una tradición de contadores de historias. Pero inevitablemente siempre fui a esa cuestión más condensada del golpe poético y la imagen.
Dentro de esas imágenes poéticas ¿qué te interesa reflejar, estados de ánimo, cosas cotidianas?
El intento es reflejar un mundo interior y materializarlo, salvarlo de la muerte. De alguna manera eternizarlo, que no se pierda en el río del tiempo. Transformar eso que de alguna manera se agarra en el aire en un idioma que pueda quedar entre nosotros.
¿Te sentís parte de alguna tradición de la canción?
Creo que sí. Hay diferentes vertientes y linajes, que a veces se conectan, se juntan, y en otras están separados. Hace poco celebró los 80 años Rada, y hay toda una línea por ahí, con una música vinculada a lo afro, al candombe beat, Mateo, Rada, Jaime (Roos), Martín Buscaglia, que es super rica y original, muy de acá. Después hay otro linaje que tiene que ver con la milonga, la canción ciudadana, más basada en la poesía y en un perfil más bajo, que tiene que ver con Zitarrosa, Dino, Darnauchans. Por supuesto, hay fronteras difusas. ¿Fernando Cabrera dónde entraría? Hay como diferentes líneas y me parecen alucinantes todas esas posibilidades de una canción en una ciudad, que no es chica tampoco, pero tampoco es grande. Acá suceden muchas cosas y han sucedido. Creo que en mi caso Darno estuvo muy presente de adolescente. Dino, también, con esa forma de mixturar las influencias del norte, Dylan, Cohen, Los Beatles, con la milonga. Ellos encontraron la manera de hibridar todo eso con la introspección, la búsqueda poética y la influencia literaria. Siempre me sentí más cercano a ese camino en mi sensibilidad.
¿A qué suena Montevideo para vos?
Montevideo tiene una sonoridad a veces más celebratoria, a veces más retraída, secreta como un rumor, pero siempre suena. Siempre hay algo que está sucediendo. Si estás distraído pensás que no sucede nada, pero siempre está latiendo, siempre está tramando algo.