Por Valentina Viettro.
El balneario se veía como antes su infancia, las calles de tierra, los pastos quemados, los ruidos de los grillos que compiten con el canto de las ranas, el olor al aceite de las lámparas se mezcla con el recuerdo de un primos que antaño freían sardinas, esas que pescaban con el lengue lengue junto a su abuela a mitad del arroyo. Eran tiempos de soledad tranquila, el bondi que venía una vez al día desde la capital no trasladaba a nadie, solo algunas encomiendas daban la idea de que aún existía vida en el exterior. Todos a un metro de distancia, los vecinos saludan de lejos y corren rápido para no sentirse en compromiso. Sus rostros están ocultos detrás de un trozo de tela o plástico que cubre la mitad de la cara.
Ella sabía que en el silencio la palabra era revolución, que el ejercicio del encuentro era insustituible, cómo entregarte todos esos nombres y esa sangre, sin inundar tu corazón de sombras, de temblores y muerte, de ceniza, de soledad y rabia, de silencio, de lágrimas idiotas… se preguntó y como canción inmortal notó que sus pies se alzaban en el aire dejando las casas pequeñas como quien patina sobre un tablero de ajedrez. Cuando por fin enderezó su cuello pudo ver como en el cielo cientos de almas flotaban iluminando la tarde justo cuando esta insiste en volverse noche.
- Somos voladoras, le dijo la luz más cercana llenita de reflejos violetas.
- Somos voladoras, repitió ella.
Estela Noctiluca no sabía en un principio lo que estaba diciendo, pero la palabra dicha o escrita traía siempre consecuencia y entendió rápido que estaba asumiendo un compromiso afirmando su estado volátil, su cuerpo en el aire queriendo sobrevolarlo todo. La fuerza que la tenía agarrada de los hombros comenzó a desentenderse de sus hombros, desde donde por varios minutos la había sostenido y ella supo que por más que ofreciera resistencia, de un momento a otro el hilo de existencia que la unía a una luz ajena se apagaría y sostenerse contra el viento era un ejercicio de constancia.
Mientras su cuerpo se replegaba, sus deseos se expandían y la nostalgia de sus días de infancia, de la libertad olvidada, los días de ir a la escuela en bicicleta, las compras fiadas del almacén, los vendedores callejeros extintos, dejaban su cuerpo explotando en colores como pompas de jabón, pero a su lado, otras luces, nuevas y aladas la rodeaban durante esa lucha, ese duelo en el cielo, entre el estar y el ser, entre el olvidarse o renovarse. Estela Noctiluca cargó sus pulmones de aire, unió sus manos a su cuerpo flecha y sopló por la nariz propulsando su existencia en el viento. En el punto justo donde antes había mollera un hilo invisible la tiraba hacia lo alto permitiéndole olvidarse del cuerpo, del suelo y de todo límite en general. Estela Noctiluca concentraba en ella sus ganas y con un leve impulso de energía que le subía desde las vertebras al cuello y de allí al resto logró mantener su vuelo.
Sin saber si irse o si volver, conocedora de sus poderes escondidos su mirada se debatía entre el mundo y el refugio. A la distancia vio a su gente marineras de luces, con alma de fuego y espalda morena, su velero perdido en los mares. Ellxs varado en la arena, ella gaviota de luna Y se prometió volver pronto, su mirada de fuego encendido, clavada en la suya le acompañarían como una bandera. Cómo la posibilidad de volver al mar.
Más allá del bosque de ombúes centenarios, un nuevo punto repleto de naturaleza se abría ante sus ojos, abajo, una criatura de orejas puntiagudas y cuerpo esbelto se movía tomada de la mano de un tipo, uno común, uno del centro, profesional, deportista, correcto y desubicado suspiraba asombrado descubriendo un nuevo mundo. Ella no conocía el poder que en ella habitaba, volar, reconocer, amar. Un círculo de voces y tambores captaron su atención, el chico y la criatura se detuvieron detrás de los arbustos y Estela necesitó bajar y como una locomotora que te arrasa, una locomotora que no frena, una locomotora insaciable, se unió y el círculo se abrió para que ella pudiera unirse y bailar. El piso temblaba movido por el retumbar de tambores y caderas despertando del suelo a los Nuevos, que emergían de la tierra haciendo crujir sus cuerpos embarrados.