Tres frases musicales – Inés Bortagaray

Por Inés Bortagaray.

Asuntos que aprendí tempranamente con algunas canciones

1. El gobierno de los sentimientos, o la emoción que llevan y traen las canciones.  La pájara pinta apareció entre el repertorio de las primeras (el arrorró de siempre, Mambrú se fue a la guerra; Aserrín, aserrán; con algún canto político infiltrado —En el bosque de la China— o alguno del todo procaz —Pican, pican los mosquitos—). Esa canción de María Elena Walsh me arrastró en un solo movimiento al talud de la pena. Tendría cinco años cuando se me pegó esa historia de una pájara viuda del pájaro pintón, asesinado por un cazador que tenía una escopetita verde. El detalle de que el marido era alegre me parecía especialmente desolador. Una bala mata el canto del pájaro alegre. La segunda mata el vuelo. La tercera el corazón. Aprendí que había cierta belleza en repetir un canto triste. Con la evocación de ese pájaro pintón se me había ensanchado la conciencia. Sabía que podía conocer la tristeza cantando algo que habla de añoranza y desgarramiento, como quien puede sentirse esquimal poniéndose, por un instante, un abrigo de piel de caribú (la imagen es torpe, porque claro que después de penar por la bala que mata al pájaro pintón ya no podía ver con los mismos ojos a los cazadores, y eso también incluye a los cazadores de osos). Podía gobernar las emociones mientras galopaba sobre esas canciones. Y tal vez después podía, ya sin el traje, sentir la levedad del verano cantando La bamba o también La plaga.

2. El romance. Había una canción que yo cantaba sin pausa y que decía: Trigo verde, trigo verde / Dónde está la que llamaba / Trigo verde, trigo verde / Sabes bien que la esperaba. (Yo pensaba que decía Dónde está la que yo amaba). Era la canción favorita de Shirley, una muchacha que trabajaba en casa y que era fanática del grupo melódico Los Moros. Yo adoraba a Shirley y su largo pelo negro y brillante y las manos de dedos finos. Cuando mis hermanos y yo quedábamos solos con Shirley hacíamos bailes en el living. Me gustaba bailar con ella canciones de Abba. Dábamos vueltas por el living-room al son de Fernando o Chiquitita (mi hermana hacía aquel paso tan encantador, ese que parece que ovillara lana). Para esos bailes usaba mi camisón favorito, que era celeste y de una tela sedosa y un cuello que parecía de arlequín, con un elástico que yo podía bajar a los hombros para que quedara como un vestido elegante. Entre los vinilos de mi infancia (Kenny Rogers, Crystal Gayle, Joan Manuel Serrat, Domenico Modugno, Frank Sinatra, Los Plateros, Ella Fitzgerald) estaba aquel con canciones de Washington Carrasco y Cristina Fernández. El Romance del enamorado y la muerte nos dejaba estupefactos con aquella manera tan urgente que tenía la muerte de llegar y de poner sus condiciones. Pobre amante, condenado a andar a las corridas para poder despedirse en su hora última.  

3. La exaltación. Durante la hora de la siesta se oía en la radio, en la cocina. Las canciones aparecían entre los obituarios y los mensajes que anunciaban que la tropa de ovejas ya había sido embarcada, o que a primera hora de mañana iban remedios, o que por favor los esperaran en la curva, o que temprano el ganado estuviera en el corral, o que la portera quedara sin candado, o que iban a revisar lana en Rincón de Valentín, o que un médico odontológico atendería en Colonia Lavalleja. El rumor de la heladera, el canto de la chicharra, la flauta del afilador o la campanita del heladero se colaban en esa calma sorda de las 2 de la tarde, una materia hecha de hurtadillas (había que cuidar el sueño de los adultos) y variaciones de una radio mal sintonizada. Ahí, donde volaban dos moscas: el Puma, Raphael, Roberto Carlos, Isabel Pantoja, Mocedades, Camilo Sesto, Nicola di Bari, Julio Iglesias. El melódico internacional se amplificaba también sobre las piscinas de agua caliente de las termas del Daymán. Algunas mañanas límpidas de primavera llevábamos toallas, unos refuercitos y un termo con jugo de naranja y nos tendíamos al sol o nos bañábamos en aquellas piscinas humeantes. Bajo los chorros de las duchas —había varias en aquel predio con un parque de césped de un verde rutilante— se bañaban los cuerpos antiguos. Las personas se dejaban azotar las espaldas, las nucas, los pies, por el agua hirviente que caían en estampida. Yo veía aquellas arrugas, aquella semi desnudez impúdica, remojada en un éxtasis por agua curativa. Desde los altoparlantes apostados a lo largo y ancho de las termas sonaban todas esas canciones sobre heridas, juramentos, despecho, peleas, perdones, corazones rotos, corazones palpitantes, corazones duros, olvidos, dolores, rechazos, expectación. Un día me di cuenta de que esas canciones se podían cantar con el mismo ánimo con que se podía usar aquel abrigo (ya no de caribú, mejor uno sintético, que no pusiera en riesgo la vida de un animal). Una canción como un estado. Un estado que ilustra un sentimiento. (Y todos sabemos cuántos sentimientos caben en nuestro organismo).